La frontera está ya sólo a veinticinco kilómetros, pero van a ser un calvario. El tiempo ha empeorado, empieza a rugir el viento y cae una lluvia helada. A cada momento la carretera se hace más intransitable por la multitud de vehículos y de genta a pie. “Por lo caminos se arrastraban millares de hombres, mujeres y niños con ajuares y sus animales domésticos, venidos de todas partes” referirá Corpus Barga.
Se trata de una auténtica estampida hacia la frontera, con la amenaza constante de la aviación enemiga y el temor de un bombardeo desde el mar. Cada vez que se aprecia un zumbido en el aire, la gente se para y se tira a las cunetas. Al poeta, que por lo visto baja siempre el último en estas ocasiones, se le oye decir en una de ellas, en palabras de su hermano José, “que es muy natural tener miedo, pero que aunque no fuese más que por decoro, no había porque dar este espectáculo y que…, por lo demás, si le cayera una bomba, como esta llevaba en sí misma, la solución definitiva del problema vital, no había para que apresurarse tanto”.
Cerca de la frontera, se apearon del vehículo que los llevaba, sin maletas ni dinero, al entrar la noche en un acantilado cerca del mar en medio de la muchedumbre que se apretujaba. El frío era intenso. Llovía abundantemente. La madre de D. Antonio, de ochenta y ocho años, con el pelo calado de agua, era una belleza trágica.
Los Machado y sus acompañantes no tuvieron más remedio que dejar en el vehículo sus mínimos equipajes, entre ellos un pequeño maletín que el poeta hubiera querido confiar al dueño de la masía donde se alojó antes de salir de España. Tenían la esperanza de volver a por ellos, lo cual resultó imposible. Allí se perdieron para siempre los papeles que, presumiblemente, más valoraba el poeta.
La subida por aquella pendiente fue atroz. En la frontera se agolpaban miles de personas sin documentación y los soldados senegaleses los trataban con dureza. José y Matea, tienen que pasar un control sanitario, pero, gracias a las gestiones previas en España a Antonio y a la madre no se les ponen pegas. Además Corpus Barga – que tiene los papeles en orden y habla bien el idioma – explica que Machado es un escritor muy conocido, algo así como un Paul Valéry español, y los visados se sellan sin problemas. “En la casa de los gendarmes nos dieron a todos un pedazo de queso y una rebanada de pan blanco, mientras se soluciona lo de José y Matea”, relata Joaquín Xirau.
Ya quedaba atrás la guerra. Había empezado la pesadilla del exilio. El poeta y su madre se refugian en la cantina de la estación. Al poco tiempo se juntan con ellos José y Matea. Un buen amigo, ilustre catedrático – José no dice quién pero se trata sin duda de Xirau – consigue que el jefe de estación les permita pasar la noche en un vagón de ferrocarril de vía muerta. Hace un frío intenso. “El ruido de la lluvia que continuaba cayendo en abundancia nos hizo apreciar todo el valor de aquel refugio mínimo”, añade por su parte Xirau, que no podía olvidar la penosa situación de Ana Ruiz en aquellos momentos. “A las seis de la mañana el tren había de partir con los refugiados para repartirlos por los campos de concentración – sigue su imprescindible relato – Machado y los que le acompañábamos hubimos de instalarnos en la sala del restaurante de la estación. Machado sufría intensamente por su madre que, medio atontada, no cesaba de decirnos: “Hemos de ir a saludar a estos señores tan ambles que han tenido la bondad de invitarnos”. Con esta ida se escapaba a cada momento del restaurante. Una vez se escapó y se perdió por los andenes en medio de la multitud. Conseguimos hallarla y calmar la exasperación de don Antonio. Este la riñó con dulzura y ya no se movió más de su lado”.
Aconsejados por Corpus Barga, los Machado acceden a parar por el momento en el cercano y pintoresco pueblo pesquero de Colliure. Hasta allí se trasladan aquella tarde en tren, un trayecto de media hora. En la estación preguntan a un joven empleado de ferrocarriles, de nombre Jacques Baills, si conoce un hotel económico en el pueblo. Las recomiendo el Bougnol – Quintana, donde él mismo vive, situado unos trescientos metros más abajo al otro lado de la Placette, de la cual lo separa la rambla del río Douy, normalmente seco, pero en aquellos momentos, después de unas recientes lluvias, invadeable.
La avenida de la estación está en obras. No hay, pues, taxis y habrá que ir a la placeta andando. Además lloviendo y hace frío. Corpus Barga coge en brazos a Ana Ruiz, que no pesa más que una niña, y mientras avanza calle abajo la anciana le susurra al oído: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”. ¡A Sevilla! El escritor no sabe si es una broma o si la pobre “había vuelto en su imaginación a su juventud, cuando era una madre feliz en la capital de Andalucía”.
En la placeta hay un tienda, Bonneterie – Mercerie, cuy adueña está en la puerta cuando ve aproximarse al pequeño grupo de españoles. Le preguntan si les permitiría descansar en su establecimiento un momento. Juliette Figuères – qué así se llama – se da cuenta de que son refugiados y de que llegan extenuados:
“Les dije que sí y les hice sentarse, les di café con leche para reanimarlos un poco. La mamá estaba muy cansada, no podía decir nada de lo seca que tenía la boca, y como le digo, la llevaban, no podía andar. Ese señor (Corpus Barga), preguntó si no había un taxi y si había un hotel. Le dije: “El hotel, lo tiene usted en frente”, pero como el río llevaba agua, no se podía pasar por el vado y era preciso dar la vuelta al cementerio. Mi marido le dijo: “Vaya a ver si el dueño del garaje puede venir a buscarles”. Ese señor se fue y nosotros charlamos un rato, porque Antonio hablaba muy bien francés. Hablábamos en francés y los demás no decían casi nada. En fin, yo conozco el español y pude charlar un poco con la mujer de José. Cuando llegó el taxi, se subieron en él y me dieron las gracias. Se quedaron en casa media hora larga y después se fueron al hotel Quintana”.
Pauline Quintana, dueña del hotel Bougnol – Quitana, es una persona afable que simpatiza con la República Española y está dispuesta a hacer todo lo que pueda para ayudar a los refugiados que lleguen a su casa. De hecho, ya están hospedados en ella varios. Pone a disposición de los Machado dos habitaciones en la primera planta: una para Antonio y su madre, otra para José y Matea.
Los cuatro han venido a Colliure, como dirá después Matea, “con lo puesto” y nada más. Y sin apenas dinero. Antonio está enfermo, la madre exhausta. Pero, con todo, se han liberado del horror de los cercanos y vergonzantes campos de refugiados, en realidad campos de concentración – Saint Cyprien y Argèles – sur –Mer – donde se van hacinando en estos momentos, en condiciones infrahumanas, miles de sus compatriotas menos afortunados.
2 comentarios:
Hay que agradecer a personas como Juliette y Pauline la mano que echaron a los españoles durante la guerra.
Las palabras que parece que dijo Machado en el camino, cuando caian bombas, demuestran su valentía y su aceptación estoica del ataque.
Besos
Parsimonia; Realmente es de agradecer. Ellos tuvieron suerte, pero el pensar en las miles de personas que pasaron por esa situación y no fueron tan afortunados pone los pelos de punta. Por la misma fecha que huía Machado, un hermano de mi abuelo también lo hacía y llegó a coincidir con el poeta en la estación, pero luego acabó en un campo de refugiados hasta que lo soltaron.
Bessets
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